VERDUGO DE LAS PESADILLAS INFANTILES (EL CUENTO DEL MONSTRO)

¿Hablarán de mi los diarios? Supongo que no… Todavía es temprano. Dejame recapitular sobre lo que pasó acá.
Me delataron. En cierto modo, fue culpa mía. Yo me descuidé.
Trato de hacer memoria…
Toda mi infancia fui visitado regularmente por un monstruo bajo mi cama. Lo sentía deslizándose por debajo, y apenas vislumbraba uno de sus tentáculos púrpuras fosforescentes elevarse a la altura de mis sábanas, gritaba. Como un cerdo mientras es degollado.
Aparecían, entonces, mamá y/o papá para consolarme, diciendo que sólo era un sueño… Mentira. Podía escucharlo el resto de la noche, moviéndose, hasta el amanecer, cuando desaparecía.
Tengo mis dudas sobre cómo lograba esto, pero con los años la teoría más coherente se refiere a la posibilidad que se deslice por planos interdimensionales paralelos.
Las apariciones se produjeron por años, pero como no dejaba de gritar en la madrugada, mis padres me arreglaron una cita con el doctor Clonazepam. De cualquier forma, no conseguí dormir. La droga sólo sirvió para dejar de gritar, cubrirme hasta la cabeza con las sábanas y aguardar, inmóvil, los tentáculos del monstruo deslizarse sobre mí. Al final, simplemente cerraba mis ojos al verlo llegar y lo dejaba moverse. Sin embargo, muchas noches lo espié por un segundo… y descubrí que su color no era siempre el mismo. A veces, púrpura. Otras, verde o amarillo. Pero siempre, siempre, fosforescente.
Hasta que un día me harté de esa molestia. Me había llegado la pubertad, y necesitaba estar solo por las noches, sin ser manoseado por los apéndices de una criatura repugnante. Lo enfrenté.
Ni bien apareció aquella noche, tomé uno de sus tentáculos con fuerza y lo estrujé entre mis dedos. Su textura viscosa no era tan desagradable como creía. Lo quité de debajo de la cama a la fuerza, no sin violencia, y me sorprendí al ver cuán pequeño era en realidad. Completamente de un verde fosforescente, sacudía su cuerpo intentando liberarse. Su rostro anfibio, era una cruza entre sapo y camaleón. Se lo veía aterrado, no dejaba de observar una mueca en mi rostro, una sonrisa retorcida. Como un verdugo de las pesadillas infantiles.
-¿ASÍ QUE VOS ERAS EL MONSTRO BAJO LA CAMA?
No lo pienso dos veces.
-Ahora vas a ser el monstro del ropero…
Cierro la puerta del ropero con llave, algunos tentáculos quedan sobresaliendo, así que me apoyó con todas mis fuerzas. El peso los cercena limpiamente y cae algo de sangre en la alfombra. Desparramo unas revistas para cubrir las manchas y me tiro con una sonrisa en la cama. Llevaba años sin dormir así.
Al día siguiente no recordé lo que había dejado en el ropero sino hasta bien entrada la noche. Probablemente se había estado moviendo, inquieto, pero no había tenido tiempo para oírlo en todo el día. Imaginé que, a lo mejor, habría muerto desangrado.
Por la noche conseguí una bolsa donde meter el cadáver y lo enterré en el jardín, como símbolo de prueba que es superada. Abrí la puerta, tapándome la nariz por si acaso emanaba la podredumbre, el perfume agrio de la muerte.
Pero el monstro seguía vivo. Petrificado, en cuanto abrí la puerta saltó hacia atrás, a lo profundo del ropero. Temblaba. Retraía sus apéndices tanto como podía y los escondía tras su cuerpo. Sus ojos me miraban con espanto. Parecían los de un niño asustado. Pequeño… Y horrendo… así debió haberme visto él.
Rememorar aquel momento, me hace volver a vivirlo.
Me acerco, lo acaricio, no deja de temblar. Entro en el ropero sin temor y quedamos en la oscuridad. Está petrificado. Aterrado. Acaricio sus tentáculos, con suavidad, como él lo hacía conmigo. Continúa con miedo en sus ojos. Le demuestro más confianza. Desnudos llegamos al mundo.  Y mientras el ejercicio de la confianza prosigue, veo que no hicimos suficientes progresos. El monstro sigue aferrado a la pared, pero tanta intimidad acaba despertando mi único y joven tentáculo. Estrujo mi cuerpo junto al suyo, comienza a sacudirse, inquieto. Pero no lo suelto, sino que exploro todo su ser en busca de su temor más profundo. Pero, como no lo encuentro, me lo cojo. El monstro se sacude violentamente, no le gusta, intenta salir. Pero no puede. Está a mi merced, y yo elijo quedarme… al menos por un rato. No le gusta. Me doy cuenta. Pero no me importa. ¿O sí? Golpeo su cabeza con la palma de mi mano.
-¿No me asustabas sin motivos? ¿No tengo derecho a hacer lo que quiera yo también?
Queda petrificado y sucio y jamás me sentí tan molesto ni avergonzado. Salí del ropero, me vestí. Repitiendo la escena anterior una y otra vez.
En el recuerdo, sentía los sacudones del monstro, pero no aquellas emociones con las que tanto tiempo me había atormentado.
Decidí continuar con el experimento.
Lo violé una docena de veces a la semana durante algo más de un mes.
No dio resultados.
Iba incrementándose mi rabia y mi rencor con el tiempo y con la imagen cada vez más distante del monstro. ¿Dónde estaba el miedo?
Decidí utilizar prácticas menos ortodoxas.
Comencé golpeándolo dentro del ropero, con la hebilla de un cinto. Menos de una semana después aumenté con cadenas y aceros calientes. Hasta conseguí una picana robada a mi abuelo.
Durante semanas, torturé al monstro, cada vez de manera más humillante y sádica; a veces defecaba encima de él, o pisoteaba sus apéndices hasta volverlos una masa gelatinosa y hedionda.
Su fosforescencia desapareció un día que se desmayó mientras lo picaneaba, mientras un espeso humo manaba de sus tejidos chamuscados…
Casualmente, el mismo día en que la policía allanó mi casa por los misteriosos gritos que los vecinos venían escuchando.
Estaba tan absorto en ver sufrir al monstro que no había oído sus gritos continuos, probablemente desde que le amputé sus primeros tentáculos.
Y acá estoy ahora, esperando que el asunto se aclare y pueda volver a casa de una buena vez. Soy inimputable. No maté a ningún ser humano, ni mucho menos a un animal. Era una aberración solamente, y ya pagó la deuda con su vida. Si me salen con que era una especie en extinción y por eso quieren encerrarme, entonces, creo que me metí con el monstro equivocado.