PAZ Y AMOR

Así que la vi llegar otra vez, parada frenéticamente en la misma esquina mirando siempre lo mismo, como si su vida entera y la de todos a su alrededor estuviese detenida. No era sorpresa encontrarla así, no era la primera vez que la veía, y tampoco era la primera vez que ella me veía a mí. Nos conocíamos, y de eso hacía ya bastante tiempo. Viejos conocidos, como diría Poe, solo eso y nada más.
Un fugaz estallido amenazó mi mente, un segundo de coherencia que iba más allá de cualquier exclusión temporo espacial, sacudió violentamente mi interior, con preguntas y deseos y rechazos y muchas otras cosas imposibles de explicar. Demasiadas cosas.
Me pregunté si al cruzarla estaría bien decirle algo por mi parte, o si bastaría con agitar mi mano frente a ella en señal universal de saludo, como parte de aquel extraño ritual del gentil arte de hacer conocidos.
También me pregunté por qué razón no saludarla de aquella manera tan gentil y harto conocida, si al fin y al cabo era solamente una conocida. Una mujer más entre los millones y millones de intolerables individuos que componen el retorcido género humano, como diría Poe, solo eso y nada más.
Di un paso más, inevitable y monótono, acercándome cada vez más a ella, como casi todos los días en que tomaba ese camino.
Recordé la vez en que la conocí. Había sido en una fiesta que habían dado en la casa de unos amigos, la familia R., y como por casualidad nos pusimos a charlar muy cómodamente de un grabado de una pintura de caracteres góticos y muy sombríos cuyo autor he olvidado. El humo y el sonido cálido y amable conspiró para que relatase una historia del autor de aquella obra, yo no prestaba atención sin embargo, estaba cautivado como un imbécil con su manera de hablar, tan cuidada y femenina, tan sensual, casi felina. El traje en el que estaba metido me hacía sentir minúsculo, me miré a mí mismo, pensando que de repente, en medio de toda esa fiesta, como por arte de magia, el traje comenzaría a achicarse y mi cuerpo saldría de su espacio y yo quedaría reducido a un montón de harapos que se pasearía por la habitación bajo la mirada de reproche de todos los presentes. En ese momento ella soltó una carcajada, igual de femenina; por un momento temí que aquellos estados hubiesen escapado de mi boca como conejos asustados y mi estupidez le resultase tan patética que no pudiese reaccionar de otra manera que riendo. Sentí una vertiginosa oleada de odio hacia ella por reír de mi sensación de miseria, tuve la extraña necesidad de matarla. Sin embargo esa nube se evaporó al comprender no solo que yo no había pronunciado palabra alguna sobre mi inconsciencia sino que además descubrí que estaba contando un anécdota “graciosa” que no alcancé a oír pero de la que reí igualmente con mi gracia apócrifa.
No volví a cruzarla el resto de la fiesta, la evité como un supersticioso evita los gatos negros o pasar por debajo de una escalera.
Ahí terminó aquella escena extraña de la obra tragicómica que es mi vida y al parecer, aparentemente inconexa con el resto de mi humanidad y su realidad, se alejó corriendo bajo la lluvia de mis pensamientos, tal vez con el agua de las ideas malpensadas escurriéndose por su rostro y golpeando su mirada, tal vez con un periódico sobre la cabeza para protegerse como en las películas norteamericanas.
No fue así sin embargo, eso me pareció (me parece, en este preciso momento en que estoy a punto de cruzarla) terrible. Yo la saludaría con mi cordialidad hecha especialmente para ella, temiéndola y amándola al mismo tiempo. Amándola como un idiota, como la primera vez en que la vi en aquella fiesta, como la primera vez que me dirigió sus suaves palabras, despreocupadas. ¡Qué tragedia sería para ella saber que sus palabras  me habían embrujado de un amor ciego! Yo, un ser despreciable y miserable, enamorado de ella, tan gentil y dulce que me había hablado a mí, un total desconocido, despreocupada y abierta, totalmente desinteresada. Yo no valía nada, ella no era mujer para mí, y lo sabía, por eso deseaba estar muerto a volver a verla.
Sin embargo era inevitable cruzarla.
Tal como era inevitable que ella sea la víctima de mis emociones megalómanas, tan delirantes de grandeza, que me poseían.
Aún así yo sabía que ella desconocía todo acerca de mi persona excepto unas pocas cosas que yo mismo le había revelado en aquella reunión de conocidos y amigos, eso mismo era lo que despertaba mi temor hacia ella, la posibilidad de que ella descubriese quién era yo en realidad, a qué me dedicaba, mi humilde posición social, la falsedad de mi vestimenta (la cual la mayoría de las veces era la misma, un simple traje oscuro que no tenía nada que decir, con una corbata marrón y una camisa blanca también mudas), el hecho de que yo me encontrase en aquella fiesta como invitado de segunda categoría, ya que, en efecto, yo había sido invitado, el dueño de la casa había mencionado mi nombre y apellido completos, aunque en realidad para encargarme de pasar una bandeja entre los invitados “verdaderos”. Por favor, no discriminemos ahora, uno es invitado cuando solicitan su presencia en el lugar en cuestión. Si hubiesen llamado a mi lugar de trabajo en busca de un mozo cualquiera y yo hubiese acudido no sería un invitado, sino un tipo cualquiera ejerciendo su trabajo. Pero yo conocía al dueño de la casa y me tomé un descanso, y casualmente terminé hablando con ella.
Ella nunca supo que yo estaba ahí trabajando, porque como mi turno era corto y ya estaba terminando después de haber charlado con ella tuve la suerte de mi lado al intentar no cruzarme en su camino. Yo no soy uno de esos caraduras que hablan con cualquier mujer y después piensan en sus medidas para ver si entran en su cama, por eso mismo no intenté volver a cruzarla cuando todo terminó.
Doy un paso más y me siento cada vez más cerca de ella, gira su cabeza hacia mí, estoy a punto de levantar mi mirada hacia ella, sonreír y levantar la mano en un gesto mecánico que parece estar compuesto más por engranajes que por músculos.
No quiero pensar más en ella, ella no es para mí, la amo ciegamente y no sé por qué, el amor estará vedado para mí de ahora en más. Vuelvo a pensar en ella, y veo con asombro que nunca pensé en ella de manera sexual ni me importa hacerlo ahora. Ella es inalcanzable, simboliza el final de la guerra que hay en mi interior y en mi vida desde el comienzo de mis días, la paz y el amor para alcanzar la plenitud que nunca pude imaginar pero que ahora siento cerca pero inalcanzable desde el momento en que la conocí.
Stop.
Un segundo, la incertidumbre, la razón me atormenta. ¿Y si aquella manía de amor no fuese más que un delirio causado por la exposición a sus bellezas que me eran desconocidas? ¿Si no fuese amor sino atracción  porque para mí era un ejemplar único por estar caminando siempre entre mujeres vulgares llenas de costumbres reprobables y horribles que parecían deformes en comparación a ella? ¿Acaso no sería que yo me estaba comportando como el coleccionista que de pronto encuentra la pieza más increíble para su colección?
Tal vez.
Tal vez.
Tal vez.
No lo creo. Sé que la amo pero la idea de que ambos compartamos ese sentimiento es tan descabellada como la idea de que el engendro de Frankenstein se enamore de una dulce niña rubia que acaba de cumplir quince años pero que es todo una señorita ubicada en la aldea del “Había una vez...”.
Soy una basura, y soy aún peor por condenarla a este martirio hecho por el  amor que siento por ella, al hacerla víctima. Quiero hacerla feliz, aunque ella nunca lo sepa. Así que simplemente me quedaré en silencio, para que no sepa su condición de mi víctima de amor y mi condición de enamorado.
Mi mano con la palma extendida en universal señal de saludo está extendida a la altura de mi cabeza, la cual inclino levemente, pensando en concentrarme en mi camino solamente, pero sin conseguirlo.
Algo se interpone en mi camino.
Es ella.
Me detiene. No dice nada. Su silencio es una cálida puñalada en la espalda de mi corazón confiado y traicionado.
Ella sabe todo, no sé como, pero lo sabe. Me mira con esos ojos tan dulces y llenos de suavidad que miraban aquel cuadro en aquella fiesta. Todo es muy lejano y confuso. Un momento de paz.
Entiendo.
En una ciudad hay mucha gente que suele parecerse.