El cuarto es tan pequeño que no
tenemos más opción que soportarnos constantemente.
El amor merma. Es extraño. Las
fuerzas confluyen, es como un fuego arrasador, pasajero, se extingue y nos
turnamos para mirar por la ventana. O mirar la tele. Tenemos gustos similares.
Mutuamente nos toleramos. Miro los dibujos de canal once y ella se acurruca
contra mi cuerpo y duerme. La abrazo como si se fuera a escapar. Comienza a
roncar y siento que realmente se podría caer y hacerse pedazos. La abrazo con
más fuerza. Estamos acá de paso. La habitación es blanca, en las paredes, un
tomacorriente, un cuadro abstracto, un espejo, otro tomacorriente, el
interruptor para encender la luz, el aire acondicionado. Cortinas violetas
completan el decorado. Detrás, el ventanal enorme del quinto piso; abajo, el
espacio. No tiene sentido el televisor. Me vuelvo incapaz de brindar la
pasividad que me solicita. Al lado mío no hay otro ser que me necesite, que
diga necesitarme, tan frágil y tibia, siento que se podría romper. ¿Y qué me
importa si mi personaje favorito muere? ¿Qué importa si el suceso inesperado
irrumpe para captar mi interés? Me interesa que ella esté bien, sólo eso. Y
saber que no puedo hacerlo. Y que es un delirio. Es un delirio. Porque si yo no
estuviese, quizás no habría otro, pero no necesariamente se necesita de otro
para existir, ¿cierto? Eso es algo más bien propio de las colonias de insectos.
O las manadas. Agradezcamos a la
industrialización y a la sociedad de consumo el hecho de que nuestra necesidad
de asociación haya podido limitarse. Ahora podemos rebelarnos eternamente así
como cuestionarnos el mínimo detalle de nuestras vidas. Y si hallamos una duda,
no importa la respuesta con la que la resolvamos; lo importante es resolver y
pasar a otra cosa. Publicidad. Corte comercial. Un tipo maquillado para la
ocasión rechaza una propuesta de matrimonio, un compromiso, a una mujer que
bien podría representar el ideal del deseo, una cruza perfecta entre carne y
sueño, y el tipo dice “no”, y camina por un sendero lleno de postulantes a la
isla de Lesbos (en un mundo donde la escuela de Safo ya no existe, claro),
todavía recibiendo propuestas de cada una de las aparecidas, y el tipo, muy
seguro de sí, con una sonrisa, les dice que no. Después, la seductora voz
gruesa de un locutor masculino advierte sobre lo efímera y breve que es la vida
y propone su alternativa: ¿para qué quedarse con una si podés probar todas? E,
inmediatamente, aparece una bolsa inmunda conteniendo todas las sobras de
snacks comprimidos en paquetes azules. Sofoco una risa de desagrado. ¿Quién en
su sano juicio permitiría un lavaje mental de tales dimensiones? Pero está
bien, justifican los tontos, refleja la sociedad actual, el mundo en que
vivimos. Genial. Aplausos por la creatividad de los publicitarios. Mundo de
mierda que los sostiene. ¿Por qué? ¿Para mayor libertad por la falta de
compromiso? Pero eso no es libertad, es de libertino. Y relativismo. La
promiscuidad y los snacks no encierran nada bueno. Es un camino absurdo. Es ir
por la vida siendo Don Juan, el hombre absurdo, es como que el existencialismo
jamás hubiera ocurrido y tampoco hubiera existido Camus. ¿Alguien leyó el
extranjero y logró interpretarlo? Claro, la hermenéutica es prácticamente un
rizoma sin principio ni fin. Me quedo, mejor, en la limitación de este cuarto.
El espejo, el aire acondicionado, las cortinas violetas. Estamos de paso. Estoy
de paso. Apago el televisor. ¿A qué amargarse? Cruzo el noticiero: protestas,
homicidios o saqueos. O navidad. Tragedias. ¿Cómo proteger a la mujer a la que
le prometí mi amor del horror de la existencia? Y, peor aún, ¿cómo conseguir en
este mermar de la pasión el cumplir esa promesa? A veces es pensar tanto que no
sé qué es lo que digo. O escribo. ¿Cómo decía la Reina Roja en Alicia en
el País de las maravillas? Ah, sí. Primero viene la sentencia, luego el juicio.
O algo así. La abrazo más fuerte. Siento que no me dan las fuerzas.
La intimidad es buena. Demasiado
buena. Al menos en lo referido al sexo. ¿Hay una referencia más importante? Si
uno es superficial, claro que no. Las extremidades son órganos para adherirse a
una limitada cantidad de átomos. Cuantos halla en esta porción de colchón.
¿Sabías que los ácaros se gestan menos en camas desordenadas? El caos de
sábanas y frazadas que hacemos es el llano de los relatos de Rulfo para estos
microscópicos arácnidos. Lo digo en voz alta y ella sonríe. Soy un comediante y
un bicho raro. No me deja continuar. Me besa, se trepa a mí, agarro sus piernas
con fuerza y las llevo a que se enreden en mi cuerpo. Si fuera mosca no
hallaría mejor telaraña. Lo pienso pero esto ya no lo digo. Otro sinsentido. Me
pierdo en sus labios, pierdo los míos, ella cierra los ojos y yo cierro mis
manos. Sobre sus muñecas. Recorro el camino desde su cuello con la punta de mi
lengua y desciendo en el campo de frutos jugosos y dulces que son sus pezones.
La ambrosía más cercana que he saboreado en toda mi vida. El aire acondicionado
emite un zumbido, pero el frío no nos
llega. A lo mejor dejé la ventana abierta. Se forma el sudor en su cuerpo y
sorbo su gusto salobre con el temblor y la alegría de un alcohólico; en el
medio de sus pechos, bajamos mi lengua y yo por su vientre. Desemboco n su
dulce capullo rosáceo donde todo se vuelve un poco más salado, templo cálido de
contención. Refrescante. Está bien, es la hora del almuerzo y dudo que bajemos
al restaurant del hotel. Mejores asuntos ocurren aquí, un plato verdaderamente
sabroso a mi paladar. Me sumerjo en ella. O ella se sumerge en mí. En sí, ahora
mismo no hay diferencias. Intercambiamos sonrisas. Y en el frotar de nuestras
pieles nuestras facciones cambian. Cierra los ojos cuando me acerco, mi piel se
eriza cuando me roza. No sé qué parte. ¿Cómo es la gota que rebalsa el vaso?
¿Cuál su densidad, su espesor, su tamaño? Imposible precisar una parte cuando
confluimos en un todo. Mis ojos también se vuelven inútiles así que los cierro.
Mi éxtasis surge de sus gemidos, dulce monofonía extática, manta que se propaga
desde mil millones de femtosegundos, atraviesa mi corteza cerebral y anula cada
uno de mis razonamientos. Ahí, donde hubo ideas, no hay más. No hay más. Los
cuerpos se balancean, no me siento yo, la siento ella, beso su frente,
inclinando su cuerpo sobre el mío, beso sus ojos, mis ojos, se abren y se
cierran como los míos, que ya no me pertenecen. Ya no me pertenezco. Sumergido
en ella, o ella sumergida en mí. No hay diferencia. El observador le diría
apariencia. Repito y confirmo: no hay diferencia. No hay más. Donde hubo ideas,
no hay más. Implosión. Explosión. Ella abre los ojos y los vuelve a cerrar, una
expresión de goce se me desdibuja de su rostro, y siento un temblor, soy un
terreno experimentando un terremoto, ondas sísmicas nos sacuden, las sábanas,
las frazadas, hasta las cortinas del hotel, se sacuden, grietas cubren
repentinamente el suelo de la habitación, las rígidas estructuras se tambalean,
las ondas se propagan, tiemblan los vidrios de nuestras ventanas y la lámpara
aferrada al techo parece bambolearse poco a poco. Y el velador, sobre la mesa
de luz, cae al suelo sin que llegue a oír el estallido, ensordecido por un
suspiro orgásmico de alivio que surge de una fuente imposible de verificar. Por
un segundo, todo inmóvil. Calma total. Luego, poco a poco, dos cuerpos se
separan. Nosotros no más. Nosotros ya no. Ella y yo. Ahora. Cuerpos separados.
Busca mis labios, se los entrego, saboreo los suyos, una suave caricia rezuman
los dedos confusos. No importa, sean suyos o míos. Complacidos. Giuseppe
Mercalli, físico italiano, le pido prestada su escala sismológica desarrollada
para evaluar la intensidad de los terremotos según los efectos y daños causados
a las distintas estructuras… Y cuando ella me pregunta al oído, ¿qué tal
estuvo? Con una sonrisa al techo y abriendo los ojos pronuncio: “diez”. Ella
sonríe. Está bien. Pero ignora completamente que me muevo en la escala de
Mercalli donde el pico máximo es doce. Mejor así, supongo, regresando a mis
pensamientos, regularizando mi respiración y emociones, poco a poco sintiendo
que vuelvo a ponerme en contacto conmigo mismo. No hablamos mucho más. Se
acurruca a mi lado y el ritmo de su respiración se va ralentizando. Acaricio su
pelo con suavidad. Enciendo el televisor con el volumen en uno. Tres o cuatro
veces doy vuelta a los sesenta y pico de canales. Nada me captura. Nada de allí
me interesa. No estoy acá, ahora, para probar la televisión. Lo sé muy bien:
estoy de paso. Y también sé que hay algo más.
Me separo lentamente de su
cuerpo, intentando no despertarla. Pegado mi cuerpo al colchón, me deslizo
suavemente fuera de la cama, controlando el ritmo de su respiración, que no se
altere, que no sufra cambios. El suelo alfombrado recibe mis pies descalzos,
mis pisadas también las suavizo tanto como puedo. Inmaterial, quisiera ser un
espíritu del viento. Dejé el televisor encendido en el canal de las noticias
sólo para tener en cuenta la hora. Ignoro por qué pero el tiempo me sigue
pareciendo crucial. ¿Acaso no debería restarle importancia en un momento como
este? Pero siento que sería como dejar de lado mi cuerpo. No puedo ignorar los
dedos en mis manos, tampoco. Puede ser que me haya vuelto loco, pro en esta
época de relativismo eso no haría mucha diferencia. También es de Alicia en el
país de las maravillas la frase: “Aquí todos estamos locos”. Me acerco a la
ventana, corro un poco (no mucho, no quiero dejar entrar demasiada luz) las
cortinas violentas y echo un vistazo a la ciudad ahí fuera. Veo la calle,
edificio, gente desconocida con objetivos desconocidos y, más acá, el patio del
hotel, la piscina bordeada por reposeras blancas y una casera que se pierde de
mi vista donde adivino unas letras que dicen MASAJES… O algo parecido. Poco me
importa. Poco me interesa. Broncearse requiere la misma pasividad que me pide
el televisor y soy incapaz de brindar. ¿O me equivoco? ¿Haría alguna diferencia
abrir la ventana y saltar desde este alto y zambullirme en la piscina? Quizás
con eso probaría una teoría, o dos. Pero el ruido despertaría a mi compañera y
eso no es algo que pueda permitirme. Estoy de paso, ¿para qué molestar? Tomo
unas fotografías sin flash para atesorar el momento. De la calle y la piscina;
abajo, la pared que separa nuestra seguridad turística de la feroz selva de
cemento; y del cuarto, la cama que desordenamos, los invisibles ácaros, el
cuerpo durmiente de mi compañera sobre el colchón. El fragmento de realidad la
vuelve más adorable. No respira, no ronca, ningún silbido sale de su cuerpo.
Sonrío. La imagen es contaminación mental. La imagen establece una relación
ingenua con la realidad. Es una prueba. Y una distorsión.
El acto en sí no es más que un
simulacro de posesión. El conocimiento adquirido a través de las fotografías es
más bien un reconocimiento, sentimentalismo. Y la sabiduría que pueda llegar a
adquirirse, simulacro de conocimiento. El deseo es abstracción suscitada por
arquetipos, pero los sentimientos morales son algo concreto. Cárceles de
concreto. La fotografía incita a la abstracción, al deseo. Es una colección de
objetos para masturbarse a lo sumo. Cargados de nostalgia, para colmo; no hay
conciencia si no hay vínculos con la historia que representa. La fotografía
capta el pasado irreal y da seguridad (limita el contexto) a nuestra
inseguridad. Su desarrollo fue de la mano de la industrialización y el turismo.
Evidencia y recursos para la inactividad laboral. Por eso mismo escuchamos
decir “hagamos unas fotos”. Democratizada la experiencia, todo se redujo a la
captura del mayor número de temas. David Octavius Hill y Julia Margaret Cameron
lo consideraron un medio para obtener imágenes pictóricas. Entonces, existía
una relación más bien estrecha entre el arte y la verdad. Pero mientras el
dibujo, o el texto (es decir, los enunciados), son interpretaciones del mundo,
la fotografía, en cambio, funciona como una porción de realidad. Un recorte
selectivo. Y un conjunto de pruebas. Y un posterior almacenamiento. Un objeto
coleccionable. Incontenible por impresión, sea en libro o en película.
Todo acontecimiento tiene como
fin ser fotografiado. Es un acto de no intervención y, a la vez, un acto de
participación. Un juego de pasividad y abandono que impacta sólo cuando se
presenta algo novedoso. Voyeurismo camuflado, la relación sujeto-objeto busca
establecerse con imparcialidad aun cuando es imposible desprenderse de toda
carga subjetiva. No se puede poseer. Se invade. Se distorsiona. Se transforman
los sujetos en objetos, por eso se interpreta el uso de la cámara como una
agresión. O violación.
La cámara es una pistola de
rayos.
Ziummmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmm…
Fuashhhhhhhhhhhhhhhhhhhh…
Dejo la cámara a un lado y
deslizo mis pies con suavidad de cazador furtivo sobre la alfombra azul. Entro
al baño, girando el pomo y cerrando la puerta con la misma delicadeza. Abro la
ducha. El agua cae con estrépito imposible de frenar. Un chorro fluido y
ruidoso resonando desde los cerámicos azules e imposibles de amortiguar tan
sólo corriendo la cortina. Entro y me interpongo en el del líquido hacia el
suelo. El agua golpea mis hombros, mi cuello, mi pecho. Inclino mi cabeza y
dejo que las gotas comiencen a deslizarse por mi cabeza, mis sienes, mi nuca.
El jabón del hotel es una pequeña pastilla marcada con un monosílabo de origen
anglosajón: Duke. La pastilla descansa desnuda sobre la jabonera, nada más
puedo deducir sobre su origen de fabricación. ¿Nativo o extranjero? Poco a poco
las diferencias van perdiendo más y más importancia. La pasividad del
observador es recompensada con su progresiva desaparición. Froto el jabón sobre
mi cuerpo sin notar las partículas que se desprenden y se adhieren a mí. Y
tener en cuenta este dato resulta ser poco productivo. Enjuago mi cuerpo, abro
un sachet de champú (cuyo nombre no me detengo a leer) y lo desparramo sobre mi
cabeza. Con la punta de mis dedos improviso un masaje sobre mi cuero cabelludo.
Es mi parte favorita de bañarse. Cierro los ojos y vuelvo a inclinar mi cabeza
bajo el chorro de agua. El líquido inunda mi cabeza y lo imagino penetrando por
mis células, lavando mis pensamientos, aclarándome las ideas. La cortina se
abre de golpe y me doy vuelta, sorprendido. Mi compañera, plena belleza en
desnudez, me sonríe, me abraza, besa mis labios y entra en la ducha conmigo.
Estrecho su cuerpo contra el mío, sorbo el agua que se cuela por en el beso que
dan nuestros labios. Se desprende poco a poco y sonriendo me dice que el agua
está fría. Hace calor, le digo yo. Siempre tenés calor vos, replica de
inmediato. Vos me pones así, le reprendo con una sonrisa. Cierro un poco el
agua fría y regulo la ducha hasta sentir la tibieza que ella me pide. Termino
de enjuagarme.
–Igual, ya iba a salir.
Ella me mira y ensaya un rostro
de tristeza, un pucherito enternecedor en la comisura de sus labios.
–Pensé que ibas a bañarme.
–Ya terminé.
-¿Por qué no me despertaste
antes? ¿Por qué me dejaste dormir?
Hay respuestas interesantes y de
estas cuyo enunciado se basa en recursos poéticos de nula originalidad.
–Porque me encanta verte dormir y no me gusta
molestarte.
-No me molesta…
-Bueno, la próxima te aviso…
Y queda en silencio mientras abro
otro sachet de champú y desparramo el líquido sobre su cabello, acariciando con
la punta de mis dedos su cuero cabelludo. Ella suspira. Sonríe con los ojos
cerrados mientras la espuma resbala por sus sienes.
-Me encanta.-dice.- Te amo.
Sonrío y contemplo su belleza
inefable. Jamás estuve con una mujer así y supongo que ella debe notarlo o lo
sabe. Estampo un beso en sus labios, estrecho su cuerpo contra el mío, la
arrastro bajo el agua tibia y enjuago sus cabellos con suavidad.
Vuelvo al cuarto, a toparme con
el televisor encendido, el único paisaje de la ventana más entretenida. Un tipo
con traje analizando quien sabe qué situación, intensa seguro, a punto de
dejarnos al límite como civilización, o inculcación de pánicos e histerias
similares. Basura. Tomo el cable del televisor y tiro de él con fuerza, apretando
los dientes. Es un impulso que encuentro glorioso satisfacer.
La respuesta a ese impuso: la
imagen se disuelve en un agujero negro en un parpadeo.
Así debe ser la muerte, no creo
más. Con algo más de suerte lo hubiese comprobado. Mi cuerpo lo llevo
completamente mojado. Gotas desde mi cuello y cabeza se deslizan a mi pecho y
extremidades formando débiles hilillos líquidos con una meta común: caer y
mojar la alfombra. Pero el alfombrado se seca y nuestro pequeño ecosistema se
mantiene fresco con el aire acondicionado. Sí. Eso es un invento. Cumbre de
cinco mil años de evolución. Fueron absolutamente en vano la construcción de
las pirámides, el alzamiento de obeliscos o las revoluciones de obreros. Nada
de eso justificó el mundo como la sensación de seguridad que brinda la
posibilidad de controlar el clima en un ambiente de tres por cinco. Digan lo
que quieran. Es uno el que enuncia por experiencia. Sonrío mientras me seco con
la toalla blanca del hotel.
Podría detenerme a pensar en los
hipotéticos personajes que me precedieron en la utilización de la misma toalla
para el mismo procedimiento o prácticas similares o más nefastas. Pero prefiero
enumerar los innumerables usos que se le pueden dar a una toalla de acuerdo al
ingenio de Adam Douglas. Aunque, ¿por qué no traje una toalla propia si conozco
su importancia? Porque pienso, al menos, llevarme una. Pocos son los souvenires
funcionales que se pueden adquirir con la estampa del lugar que se visita. Por
lo general, se reduce a una taza. Pero una taza no ofrece la versatilidad que
tiene una toalla. Acomodo mi cabello frente al espejo sin sorprenderme en
absoluto de no contar con un peine. Los peines se pierden fácil en los bolsos
de los turistas y es molesto tener que reponer un trozo de plástico en cada una
de las habitaciones. No son tiempos austeros. Tampoco les alcanzó para
conseguir dos estrellas más, aunque esto, para mí, ya es demasiado lujo.
Dejo la toalla húmeda en el suelo
y busco mi ropa. Me visto a un lado de la cama. Desde el baño oigo la ducha
hacer silencio que no tarda en interrumpirse por la cortina de baño que se
corre. Mi compañera reaparece, con una sonrisa. Lleva su toalla en la cabeza.
Solamente una toalla. Me mira y sonrío. Se quita la toalla con una mano y
suelta sus cabellos húmedos, libres, azabache, descienden libres sobre sus
hombros. Miro su cuerpo firme, delgado, su piel fresca, gotas distraídas
bajando por su vientre. Siento una punzada creciendo en mi pantalón y
sguidamente lamento habérmelo puesto.
Voy a su encuentro. Estampo un
beso en sus labios e intento asir su cuerpo que me sonríe. Su sonrisa se licúa
y el resto de ella se escurre desnuda como náyade u oceánida confinada al
claustro del cuarto de hotel. Sonrío. Porque no tiene dónde escapar. La atrapo.
Forcejea como gacela en la red de mis brazos. Nos divertimos y ríe y se
defiende haciéndome cosquillas. Hasta que, de repente, queda paralizada. Me
abraza con fuerza. Se pega a mí. Huelo el aroma de su cuello, su cabello,
cierro los ojos y siento cómo se desliza sobre mi cuerpo, aferrándome con
fuerza, aferrándose con sus brazos primero y luego con sus piernas.
-¡Una cucaracha!
Su voz de alarma es distinta.
Aguda, chillona, cascada. Resuena en lo más recóndito de mis tímpanos. Abro y
cierro los ojos, desorientado, y la escucho repetir:
-¡Una cucaracha! ¡Una cucaracha!
¡Una cucaracha!
-¿Dónde?
La retiro suavemente de mí y la
empujo sobre la cama.
-¿Dónde?
Ella tiembla de arriba abajo, los
ojos casi saliendo de sus cuencas y una expresión de puro horror estampada en
el rostro. Levanta el brazo rígidamente y la punta del dedo señala el otro
extremo de la habitación. En el espejo, a espaldas del televisor, un inmundo
insecto busca un rumbo.
Colorado y pequeño, me acerco y
veo sus antenas moviéndose de un lado a otro, buscando orientarse, un lugar a
dónde dirigirse. Me voy acercando más, con un interés que crece a la par del
disgusto que experimento al ver a tan inesperado y diminuto monstruo.
-¿Qué hacés?
La voz chillona y molesta de mi
compañera.
Nada, lo miro, ¿qué espera que haga?
-Nada, lo miro, ¿qué esperás que
haga?
-Matala. –Sentencia, en la misma
voz. –Matala. ¡Matala! ¡MATALA!...
El timbre agudo vuelve a causarme
molestia y, sin pensarlo más, estampo mi mano sobre el espejo y el cuerpo del
insecto. Lo siento reventarse bajo mi mano, conmovido por lo irracional de mi
acto. Otro impulso, desde luego.
Mi compañera me grita:
-¡Asqueroso! ¡Sos un asqueroso!
Pero su voz suena como a dos
habitaciones de distancia. Retiro la mano del espejo, la sangre y fluidos del
insecto dejaron una mancha de formas fractales que de inmediato me resulta
repugnante. Siento el resto del insecto adherido a la palma de mi mano, y una
repentina náusea me hace llevar la otra mano a mi boca. El insecto yace pegado
a mi mano peo sus antenas aún se mueven. Siento el roce de sus extremidades en
mi piel y el asco asciende como escalofrío a lo largo d la espalda.
-¡Sos un asqueroso! –Repite mi
compañera. Sus nervios son ahora enojo. -¡Andá a lavarte YA esa mano!
Corro al baño y abro la canilla
del lavatorio. Tengo que remover al diminuto insecto con la punta de mis dedos
y no dejo de sentir asco y náuseas. La cucaracha cae en la rejilla y se pierde
en el abismo, directo al inframundo del hotel. Me paso el jabón hasta hacer
espuma. Me enjuago y vuelvo a lavarme. La sensación de repugnancia desaparece
de a poco. No recuerdo haber sentido algo así jamás. Claro que no es la primera
vez que veo una cucaracha, claro que no, así que es normal la sensación de
hormigueo que experimento luego de secarme las manos.
Salgo del baño y mi compañera
está completamente vestida y bastante acelerada.
-Vamos. –Me dice, con la prisa de
un cocainómano. Su ansiedad me contagia. Observo por el rabillo del ojo la
mancha de fluidos estampada en el espejo y enseguida cierro los ojos. Pienso en
otra cosa. Deberíamos ir a algún museo o a un cine, le digo a mi compañera.
Divertirnos. Relajarnos, pienso. Asiente con la cabeza mientras me coloco mis
zapatillas de lona. Abandonamos la habitación con prisa.
Salimos al estrecho pasillo. La
habitación de enfrente está abierta. Ignoro quiénes serán sus ocupantes, pero
mis ojos juzgan el desorden de ropa y zapatillas arrimándose al pasillo y un
intercambio dialéctico donde predomina la palabra “boludo”. Veo la silueta de
la mujer de la limpieza oficiando de niñera. Puede que sean parte de una
excursión escolar, un viaje de fin de curso tal vez o un equipo de algún club
deportivo quizás. No me permiten averiguarlo. Mi compañera tira de mi mano, nos
alejamos de la habitación, me pregunto si volveremos, aún está nerviosa por el
incidente de la cucaracha. Me mira a los ojos y suelta mi mano con asco. Para
mi han pasado un millón de años entre el incidente y llegar al pasillo. Me
observa. No hay dulzura en su movimiento, pero su expresión le confiere una
belleza dura que no me había demostrado hasta entonces. Sonrío e intento
besarla, ella corre su rostro y vuelve a arrastrarme por el pasillo. Ahora, me
toma del brazo. La dejo conducirme como camilla de hospital, como carrito de
supermercado, el pasillo extenso de paredes blancas y alfombrado azul, el mismo
que dentro de la habitación pero con ocasionales manchas inidentificables por
el apuro. Las habitaciones culminan y atravesamos amplios ventanales que se
abren a ambos laterales. Un viento suave acaricia las cortinas blancas, que
hacen juego con las paredes. Extiendo mi brazo para correr la cortina y
observar por la ventana. La misma vereda que contemplaba desde la habitación
pero desde otra perspectiva. Sólo se veía la calle y los vehículos. La vereda
quedaba oculta por la pared de lo que a simple vista me pareció un
estacionamiento pero que, dada la breve posibilidad que tuve, bien pudo ser una
verdulería lo mismo que una feria gitana. Sin gitanos, eso sí. No se veía un
alma. Me dejé arrastrar más. Los ventanales desembocaban en un área limpia,
blanca, donde el alfombrado azul le había dado paso a un piso de cerámicos blancos.
Levanté mi vista del suelo para ver el brazo de mi compañera extenderse y
dirigir su mano hacia el botón del ascensor. En completo silencio. Ni una
palabra para mí. Le pregunto si se encuentra bien. –Sí. –Me responde, con
sequedad, aunque sin dejar de aferrar mi brazo. Me concentro n el botón que se
ilumina luego de que su dedo firme lo oprima. Es una luz roja, el mismo color
con el cual identificamos las grandes, incluido el enojo. Miro de reojo a mi
compañera, su mueca de disgusto presente al menos no se ha tornado carmesí ni
bermellón. Prefiero callarme el comentario. En realidad, nos conocemos tan
poco. No quiero resultarle desagradable. Mi poca experiencia me dice que con
las mujeres en ese estado es mejor estarse callado, y no decir estupideces. Mi
poca experiencia… me dice que ella está disgustada como jamás lo estuvo antes…
fue un encuentro desagradable para ella, ¿estará en estado de shock? La sigo
observando de reojo mientras oigo el mecanismo del elevador moviéndose.
Disgustada como jamás lo estuvo antes. Mi poca experiencia. Las mujeres pueden
herir a los hombres en lugares que nadie puede ver ¡nadie! En lugares que te
quedan doliendo el resto de la vida. O, si uno tiene suerte, entumecidos para
siempre. Pero, ¿por qué? ¿Por qué? ¿Por qué comienza a comportarse ahora de
esta manera? ¿Acaso siempre fue así y nunca lo noté? La observo de perfil pero
no sé qué decir y menos qué callar. Callo todo. Tan sólo me gustaría decir que…
pienso… me gustaría decirle que no soy el tipo de hombre que…
-¡mierda! ¿¡mierda!
Giro mi cabeza en su dirección,
oprime tres, cinco veces el interruptor del ascensor y su ruido lo delatan un
poco más cerca cada vez.
-Hotel de mierda. Ascensor de
mierda.
No oculto mi sorpresa, y una
sonrisa de incredulidad siento nacer en mi rostro. Pero ella no me mira, oprime
el botón una vez más. En vano. El mecanismo del ascensor y su ruido lo delatan
más cerca. ¿Qué extraña personalidad brotó en ella tras el disgusto del
insecto?
De repente, me hubiese gustado
ser más precavido, elegir a otra persona para compartir mis momentos o estar
absolutamente en un lugar distinto. En el Tibet, quizás, buscando la paz o
rompiendo el cráneo de unos monjes. De seguro ahí no tienen cucarachas ni
ascensores. Aunque de seguro tampoco aire acondicionado. Lamentable. Aunque
quizás me equivoque en mis conclusiones gestadas en hipótesis y teorías. Así es
como la mayor parte del tiempo me equivoco.
¿Debería pensar menos?
¿Debería bajar corriendo por las
escaleras buscar una salida de
inmediato?
También podría haber saltado por
el ventanal cuando tuve la oportunidad.
Debería pensar mejor. Sonrío.
Miro de reojo a mi compañera ero ella no sonríe. El ascensor llega, la puerta
se abre. Le muestro mi sonrisa esperando sea contagiosa. Pero no es así. Vuelve
a tomarme del brazo y me arrastra al interior del diminuto cubículo metálico.
Una jaula para humanos.
Nos metimos en el pequeño
receptáculo de metal. Nos acomodamos enseguida, apretados, en un tercio del
espacio minúsculo. La puerta se cerró antes que pudiese darme vuelta. Mi
compañera y yo quedamos frente a un inmenso espejo. Y mientras yo pensaba qué
carajos hacía un espejo tan grande dentro del ascensor, mi compañera continuaba
con su mueca de disgusto en aumento. Apretados, aproveché para estrecharla un poco
más contra mi cuerpo. Se sacudió en clara señal de espacio, pero no era mucho
más el que teníamos.
Los otros dos tercios del espacio
eran ocupados por un hombre robusto, enorme; una mole de piel oscura y cabello
completamente blanco. Por su tono despreocupado, sus manos callosas o las
manchas de sudor sobre una camiseta arremangada, no tardé en inferir que se
trataba de alguien que hacía el mantenimiento.
-¿A qué piso van, chicos?
–Preguntó el hombre. -¿Suben o bajan? –Y mostró una sonrisa inmensa como él
mismo.
-Bajamos. –Le respondí, de
inmediato y devolviéndole la sonrisa. –Planta baja.
El hombre movió su brazo, un
enorme y velludo brazo, tostado por un calor que me resultaba de otro planeta y
cubierto por una delgada placa de grasa y sudor que apenas podía notarse, hasta
los botones del ascensor. Con suma suavidad oprimió el cero. Un poco más de
presión y de seguro se habría quebrado.
-Muchas gracias.
El hombre se limitó a sonreír.
Comenzamos a bajar pero en el
piso siguiente nos detuvimos. Un freno seco y un chirrido al abrirse las
puertas. Del otro lado, una mucama. Con expresión de enojo. Miró al hombre de
arriba abajo, con un gesto que lo desaprobaba por completo.
-Ah, ya bajás.
El hombre le sonrió.
-Sí, ya terminé.
-Yo también.
La mujer clavó la mirada en el
vacío sin más interés en la conversación. Las puertas se cerraron y en el
diminuto espacio no quedaba lugar ni para el mínimo comentario. Apretados como
estábamos, sólo alcancé a divisar la mueca de disgusto de mi compañera
reflejada en el espejo del fondo. Así que alguna utilidad tenía. Y agradecí que
no sufriese claustrofobia. Intercambiamos miradas cómplices para comprobar que
no la estaba pasando bien en aquella superpoblación. Pero apenas moviendo los
ojos le di a entender que nada podía hacer, y después corrió la mirada. Agaché
la cabeza, limitándome a escuchar la conversación de los otros dos.
-Deberías cambiar la cara. –Dijo
el hombre a la mucama. –Questén enojados con vos abajo no tendrías que darle
tanta bolilla.
-¿Y a vos qué te importa, viejo
metido? –respondió la mucama con fingida indignación, prácticamente teatral.
–Al menos yo estoy fichada y vengo toditos los días.
Pude ver la sonrisa del hombre
ensancharse aún más (¿Aún más? Sí, aún más), y replicar:
-Por eso mismo. Encima que tenés
que ver a tu patrón todos los días…
-¿Perdón? –Lo interrumpió la
mucama. –No es mi patrón el muchacho ese. Es el que me paga el sueldo...
-Tu jefe entonces.
La mujer soltó una carcajada
latosa.
-¿No querrás decir el encargado
vos? El que te contrata a vos. Tu jefe, en todo caso. –Y levantó la cabeza en
un gesto despectivo. Acto seguido, el ascensor detuvo su marcha y se abrieron
sus compuertas. Sin modificar su gesto altivo, la mucama salió. Y de inmediato nos
acomodamos un poco mejor en la incómoda posición que nos había tocado.
-Mejor uso las escaleras. –Dijo
la mucama, enojada, a las puertas que se iban cerrando. El hombre movió la
cabeza de un lado a otro y no tuve más panorama que la complicidad de sus ojos.
-Todas locas. –Dijo sonriendo
entre dientes. Le devolví la sonrisa una vez más. Observé el número de piso en
el que nos encontrábamos. Faltaban dos para la planta baja. Un incómodo
silencio comenzó a propagarse de inmediato por el minúsculo ambiente. Por el
reflejo pude comprobar que nacía en la mueca de disgusto de mi compañera. Se me
ocurrió que una conversación desinteresada sería lo mejor para deshacer aquel
mutismo.
-Es un buen hotel. –comenté
mirando al hombre. –Un edificio grande, tendrá sus años seguramente pero parece
bastante nuevo.
El hombre me miraba, todavía
sonriendo pero sin demasiada curiosidad. De seguro intentando adivinar de qué
hablaba, a qué venía lo que estaba diciendo. Yo estaba tratadno de descifrar lo
mismo.
-¿Sabe de qué época es el
edificio? –Acabé preguntando, al azar.
El hombre respondió sin dudas:
-Lo inauguraron en el 73 o en el
74 calculá.
-¿Siempre fue hotel?
Con los ojos cerrados y ya sin
sonreír, como si le estuviesen tomando el pelo, contestó:
-Pero claro, pibe.
Sin más por preguntar no hice
sino quedarme mirándolo fijamente, con absoluta sinceridad que no estaba
bromeando.
-Siempre el mismo hotel.
–Continuó el hombre. –Algunos arreglos acá, allá, pero siempre el mismo hotel.
Yo arranqué como contratado en el 81 y te puedo asegurar que no hicieron casi
ninguna reforma en todos estos años. Ya lo van a venir a declarar edificio
histórico y le van a poner rejas, vas a ver.
Finalizó con una sonrisa que no
pude corresponder porque un rostro desde el espejo reclamaba mi silencio.
Tampoco entendí la broma.
Las puertas del ascensor se
abrieron y mi compañera y yo descendimos a la planta baja. Ella puso ambos pies
fuera de un saltito apresurado. Yo me di vuelta para dirigirle un saludo al
hombre de mantenimiento, pero las puertas ya habían vuelto a cerrarse y el
ascensor continuó su descenso hacia los subsuelos.
Dirigí mi mirada al vestíbulo.
Pequeño y de tonalidades celestes, con cerámicos inmensos que, calculaba ahora,
tenían más de treinta años. Al fondo, la recepción era una barra sobre la cual
un hombre aguardaba observando la pantalla de un monitor.
Pero su paz era inestable.
Mi compañera le dirigía sus
quejas con áspera voz. El hombre trataba de calmarla mientras tomaba un
teléfono negro y le decía que ya estaba llamando al gerente. De paso, me
dirigió una mirada de reojo, pidiéndome intervención supongo.
-¡Cucarachas! –Seguía diciendo mi
compañera, sin contener su sensación de asco, en excelsa indignación. -¿Cómo
puede ser que tengan habilitación si lo hacen a uno dormir con cucarachas? ¿No
saben, acaso, que esos insectos son capaces de meterse en el oído de una
persona mientras duerme? Eso por no decir la cantidad de enfermedades que
transmiten…
Sin apuro, me acerqué a ella y,
tomándola de la cintura, intenté besarle la mejilla en un gesto amistoso. Pero
no me lo permitió.
El recepcionista, de espaldas a
nosotros, colgó el teléfono y ella se separó de mí.
-Enseguida baja el gerente. –Nos
informó y mi compañera dejó escapar un afilado:
-Gracias.
Intenté asirla hacia mi lado,
pero permaneció inmóvil ante la recepción. Aguardando. Unos pasos más allá, una
zona de mayor confort se extendía llamando a mis pies, y me dejé caer sobre un
inmenso y mullido sillón del lobby. Había un televisor igualmente inmenso al
cual no presté atención y un grupo de personas que lo miraban con diferentes
grades de interés.
Paseé mi mirada sobre sus
rostros.
Una mujer me miró y me sonrió.
Incliné mi cabeza en señal de saludo pero se limitó a seguir mirando el
aparato.
Dirigí una mirada a mi compañera,
firme ante la recepción, de espaldas y de seguro furiosa. En ningún momento me
dedicó un gesto, siquiera una mirada.
Unos minutos después, por las
escaleras, apareció un hombre de aspecto jovial pero un cabello canoso que
revelaba su edad verdadera. En mangas de camisa y con manchas de sudor que se
formaban débilmente en sus axilas, no tardé en descubrir que aquel era el
gerente. Me puse en pie y me acerqué unos pasos. El hombre extendió su palma
derecha a mi compañera para estrechársela, pero ella no recibió el gesto de
cordialidad. Lo miró fijamente a los ojos, y yo apenas alcancé a captar algunos
fragmentos de la conversación.
-Su hotel está infectado de
cucarachas. –Mi compañera se lanza al ataque, furiosa.
-Mil disculpas, señora. –Comenzó
a decir el hombre. –Su queja es válida, pero sepa que es un problema general,
no sólo del hotel. Habrá visto, al salir a la calle, que nuestra ciudad es una
vez más un caos. El paro de los recolectores de basura ha creado mayor
acumulación de residuos de la que suele haber. Aún así, las empleadas de
limpieza tienen el deber y la obligación de esparcir desinfectantes e
insecticidas en cada una de las habitaciones sino dos, al menos, una vez al
día. Eso suele ser más que suficiente, sino para eliminar, al menos para alejar
a estos insectos. –El hombre se contuvo para tomar un poco de aire. Su monólogo
prosiguió con la misma fluidez, un poco como si estuviera estudiado de
antemano. –De seguro la mucama que limpió su cuarto cometió una ligera imprudencia,
por eso le repito, sepa disculpar.
El rostro de mi compañera se
había ido calmando y, cuando el gerente concluyó, ella tan sólo se mordía el
borde inferior del labio.
-Debería elegir mejor a sus
empleados, gente responsable, que se interese en el bienestar de los clientes,
¿no le parece?
-Le doy toda la razón, señora. Le
repito, sepa disculpar este pequeño inconveniente.
Pero la palabra “pequeño” hizo
saltar una risa nerviosa y despectiva del interior de mi compañera.
-¿Pequeño? –Su rostro se crispó
de indignación. -¡¿Pequeño?! Sepa usted que soy entomofóbica. No tolero la
visión de esos seres, pierdo el control, enloquezco. ¿Tiene alguna fobia usted?
¿Tiene idea de lo que es un ataque de pánico? ¿Sentir que no le alcanza el
aire? ¿Qué se va a morir? –El tono de su voz iba en ascenso progresivo. El
gerente agachó la cabeza y me dirigió una mirada que no supe cómo interpretar.
Cerré mis ojos un segundo, tratando de no pensar. Un aturdimiento exterior me
ayudó. Cuando volví a mirar, una de las vigas del techo se había soltado. Uno
de sus bordes rozó mi cabeza. Lo supe unos segundos después, cuando en un acto
cuasi reflejo, pasé mis manos por la zona donde había recibido el impacto. Las
palmas estaban rojas. Miré en dirección a mi compañera, su cuerpo yacía bajo el
resto de la viga que había cedido por motivos desconocidos. El cuadro era
horrendo. Sus miembros se habían separado y su cuerpo se hallaba doblado al
medio, cayendo hacia un costado, como una muñeca en mano de un niño demasiado
sádico. Su rostro tenía impresa una mueca de sorpresa. No parecía expresar ni
rastros de la furia anterior. Me pregunté si habría sentido dolor. Una punzada
en mi cabeza me hizo creer que era demasiado pronto como para hacerse
preguntas.
Miré en dirección al gerente,
pensando en pedirle ayuda. Pero lo único que vi fue su cabeza con la mirada
congelada y un río de cucarachas que hacía desaparecer la carne de su cuerpo
con una velocidad de pesadilla. No hubo ningún grito. Tampoco tiempo para eso.
No hubo siquiera la capacidad de comprender qué estaba sucediendo.
Retrocedí unos pasos y eché a
correr en dirección al lobby.